Quimeras (2)














          
         El sol salía cálida y extenuadamente por el cerro dorado, ocultando tras de sí las sombras
     de la madrugada que viajan en oscuro ensueño por las almas del pueblo, dejando un 
     rastro de somnolencia y calor. 
         Despunta el alba entre ocres plomizos y bermellones cristalinos que dejan un aroma
     de   virginidad en un día que despunta febril y henchido, como queriendo saludar una nueva 
     jornada que promete tranquila y flemática, sabiendo que nada perturbará el momento plácido 
    del amanecer.
         El silencio es casi unánime, solo perturbado por el tañir cantarín de los pájaros. 
    Mis andares se hacen etéreos, irreales y me vienen a la cabeza los versos de Juan R. Jiménez:

                                                       De noche, el oro
                                                             es plata.
                                                   Plata muda el silencio
                                                      de oro de mi alma.

Estos pasos me llevan por esas callejuelas que los rayos del sol no se atreven a flanquear pues son pasadizos estrechos, angostos, íntimos que velan por la tranquilidad y el sosiego de sus moradores que a estas horas vespertinas sudan aun en letargo sueño.
Callejas que rodean la parroquia protegiéndola, cobijándola en un halo de armonía y sinceridad que embriaga la atmósfera matutina.
Entro en la iglesia. Se percibe esa humedad que siempre golpea nuestra piel cuando entramos en los templos, penetrando en nuestras almas con un golpeteo de dogma y Fe.
 Los bancos, en dos hileras perfectas, rezan su propio Credo, acariciando la pincelada sutil de la luz que penetra por la vidriera que custodia el portón principal.
El largo pasillo central parece dilatarse al llegar a las escaleras que se funden con el tabernáculo. Camino por él, lánguida y tranquilamente. Los altares laterales vigilan mis pasos haciéndome cerrar los ojos. Al abrirlos, la mirada ya reposa en el artesonado del techo. Magnifico, suntuoso, envuelve toda la iglesia preservándola de toda iniquidad exterior.
Y llego al presbiterio. La imagen de la Virgen turba mis sentidos. Su mirada, sumida en esa inmensa Fe que traslada su cuerpo y alma al cielo, me hace sentir un escalofrió que recorre todo mi ser, encogiéndolo por momentos pero que al instante se tercia como una paz que sosiega mi conciencia.
El lampadario se torna escueto con apenas algunas velas encendidas que brillan humildes en el rincón.
 A la izquierda, como asustadizo, el Cristo Crucificado sufre su penitencia en silencio, acongojado, sintiendo el peso que lleva sobre su ser y debe de expiar eternamente.
Mis pasos retroceden con lentitud y admiran el retablo en todo su esplendor, en toda su magnificencia.
Al salir por la puerta lateral y encontrarme con el aire cálido de la mañana, mi corazón palpita alocado, no sé si por la Fe que me ha rodeado con sus brazos dogmaticos o por la pureza del templo que ha cautivado mi conciencia. 
Subo por la cuesta, alejándome de la iglesia. Mis pasos se tornan ahora más alegres y decididos. Los balcones visten geranios rojos en macetas vivas que quieren rejuvenecer la mañana. La calle, empedrada, me envuelve en clamores tenues y frágiles que cautivan todos mis sentidos haciéndome pensar en lo que he dejado atrás.
 
                                                                                                   J.C. Llamas.

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