Almas de la Zubia (1)

        Sentado en las escalerillas que descienden de la biblioteca, le veo pasar. Sus andares siempre 
veloces y rítmicos, se llegan ha hacer monótonos mientras cruza la plaza.
        Siempre va con su estampita del patrón del pueblo entre sus dedos. Parece como si la llevara en procesión, queriendo sustentarla con sus hombros, sintiendo el peso de su fuerza y de su fe y ofreciéndola a todos los vecinos con una sonrisa dulce y colegial.
        Su atuendo es de lo más curioso. En la cabeza, un sombrero borsalino que es lo que más le caracteriza, camisa siempre de colores vivos y abrochada hasta el último botón, unos tirantes
que con una precisión exquisita se pasean por su pecho y rodean su espalda, como una autopista
recta y sin curvas que se abre camino por la estepa árida y desértica. Los pantalones siempre
ajustados denotan una figura delgada y enjuta, pero a la vez vigorosa y recia al estar siempre 
andando de un sitio a otro y permanecer de pie por largo tiempo. Una cruz de madera  que cuelga
de su cuello con su cordón blanco nácar, culmina su vestimenta.
        Suele parar en las galerías, junto al kiosco de prensa. Contiguo a este, hay un portalito antiguo con las puertas metálicas y varias capas de pintura, donde al final de unas lúgubres escaleras se vislumbra el nombre de San Juan de Dios. Allí, sobre el primer escalón, se queda parado, ocioso, esperando quizás una sonrisa reciproca que infiera sus pensamientos. Su hilaridad interior la transmite de una forma sosegada, lánguida, torpe, que muchos viandantes no llegan a descifrar.
        Si te acercas a él y lo saludas cortésmente, te devuelve el gesto de una manera afable y correcta, ofreciéndote la postalita del santo sin pedir nada a cambio, y en el caso de querer darle algunas monedas, te las rechaza, afirmando que no es limosna lo que pide.
       ¿Dónde se puede encontrar hoy en día un alma tan memorable, tan insigne, tan peculiar y a la vez tan sencilla y cándida?
       Yo intento meterme en su alma, sentir su piel, escuchar por sus oídos y respirar por su boca. Percibir su vocación e intuir su credo es una tarea ardua y espinosa que quizás solo algunas personas puedan llegar a apreciar.
       Quieto, pensativo y absorto en mis pensamientos, le observo, mientras él sigue ahí, en su escalón, ofreciendo la postalita del santo que quizás hoy, al igual que otros muchos días, no llegue a regalar.


                                                                                                                                 J.C.Llamas


   

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