La noche caía suave y límpida sobre La Zubia, ya que la luna lucía su
traje más brillante y ostentoso, desprendiendo un fulgor que penetraba por
todas las callejuelas del pueblo, llenándolas de una luz que sorprendía por su
aura y claridad.
El
aire era tibio y rozaba las esquinas de las casas queriendo dar fe de que
estaba allí presente y quería inmiscuirse en esas almas que rodeaban el templo,
sintiendo sus cuerpos impacientes, inquietos que esperaban la salida de Nuestro
Padre Jesús y Nuestra Señora de La Asunción.
Los costaleros, ocupaban su lugar, santiguándose y dando gracias por saber que otro año más, se veían capaces de
sustentar sobre sus hombros el peso de una pasión que jamás llegaríamos a concebir ni soportar, ya
que nuestra entereza jamás aguantaría ese sufrimiento.
Los tambores ya tañen. La calle se queda en silencio. Nada puede
corromper el sentimiento que invade nuestros corazones y nos hace sentir más
puros y llenos de religiosidad.
Ya está el Nazareno en la calle. Se
desliza despacio, cauto, sigiloso por la
calle Real, observando a sus hijos que le miran con devoción y amor. Sus ojos
desvelan ese calvario al que está siendo sometido y sus manos, sin apenas ya
fuerzas, sujetan la Cruz de madera que no quiere llegar a su destino pues se
niega a ser la protagonista de esta noche trágica. La túnica, se siente dichosa
al abrazar el cuerpo de Jesús y se afana por mantenerlo rígido, sabedora que
pronto las rodillas de Nuestro Salvador se clavarán en el suelo agotadas por
ese peso cruel e inhumano.
El
aire se torna un poco más gélido, como queriendo acompañar al Señor en su
fatiga y amargura, haciendo estremecer al gentío callado y expectante.
La calle se vuelve angosta y ceñida.
Las candelas de las farolas están cohibidas ante el paso imponente de los penitentes que portan los cirios solemnemente y arrastran sus pasos con un sonido monótono y uniforme. Por sus ojos se adivinan la pena y la expiación que amargamente llevan en silencio.
La Virgen ya está en la arcada principal
del templo. Su cara pálida y llena de pureza que mira hacia al cielo pidiendo
clemencia por ese hijo que ya cree exhausto y moribundo, rebela ese amor que
desprende su espíritu, llevándolo en silencio, liberando unas lágrimas que
no quieren abandonar
ese rostro, queriendo protegerlo del dolor que apuñala su corazón.
La gente sigue expectante, no se mueve,
no quiere ni respirar. Su vida se ha parado
unos minutos, sus almas han querido acompañar a Jesús y a La Virgen, que
lentamente, calle arriba, siguen su calvario, llenando las calles de La Zubia de
sentimiento y devocion.
lentamente, calle arriba, siguen su calvario, llenando las calles de La Zubia de
sentimiento y devocion.
J.C.LLamas
Me ha gustado mucho este escrito. Pero he de decirle que la virgen que sale en procesión cada viernes santo en La Zubia no se llama Asunción. La advocación de Asunción es el de la iglesia parroquial. La titular mariana de la que usted habla está bajo la advocación de Nuestra señora de los Dolores. Muchas gracias.
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