El sol se ponía cuando Manuel, extenuado
de un largo día de trabajo, llegaba al cortijo para guardar las herramientas y
los aperos que durante toda la jornada habían sido sus compañeros en el campo.
Llevaba trabajando toda su vida el
terreno que su padre le había dejado y al mismo tiempo este había heredado de
su abuelo. Pronto cumpliría los setenta años y jamás pensó en jubilarse. Esa
era su vida y no comprendía otra diferente.
En la madrugada, a eso de la cuatro,
salía para abrir las compuertas que daban paso al agua cantarina y fresca que
circulaba por la acequia y daba de beber, con su larga lengua a los terrenos
colindantes, en esa extensión de vega que abrazaba la ciudad. Era la hora del
riego para algunos agricultores, que llegado su turno, abrían sus caminos con
surcos y zanjas para que el agua, límpida y lozana, bañara los sembrados que
día a día se esmeraban en cuidar los curtidos labradores como si una parte de
su cuerpo se tratara.
Después del riego, Manuel recorría toda
la acequia para cerciorarse que a cada cual le llegaba el caudal necesario y no
había ningún obstáculo que cortase el transito al agua.
A la vuelta, desayunaba. Café caliente y
un bollo, que el cuerpo agradecía como un brebaje mágico y le daba las fuerzas
necesarias para empezar la jornada.
Al despuntar el día, le daba de comer a
las gallinas y a los pavos, que alimentaba con monotonía y pasividad,
recogiendo los huevos que ha diario, las ponedoras, dejaban en la paja áspera
del corral.
Cuando no había mucha faena, pues estaba
todo plantado o recolectado, se dedicaba a la revisión de tractor, que dado el
tiempo que tenía, siempre necesitaba de algún repaso o cambio de alguna pieza,
y se le veía golpeando las grandes piezas de hierro como el rotavator o la
cosechadora de maíz.
Así transcurría su vida, siempre ligada
al trabajo, sin horarios ni días libres.
Toda esa existencia dedicada a la tierra
le había alienado por completo, de tal manera que ya no era nadie sin su
trabajo. No tenía nada, pues no sabía hacer otra cosa que no fuera trabajar.
Por eso cuando llegó su jubilación se sintió preocupado, pensando que iba a ser
de su vida ahora… ¿qué haría todos los días?... ¿a que se dedicaría?... ¿cómo
mataría su tiempo?...¿qué sería ahora de él?
Todavía hoy, cuando paso por el camino
estrecho y sin asfaltar, con la acequia rebosante de agua cristalina y fresca
que rodea el cortijo y riega todos los cultivos de maíz ya casi a punto de ser
cosechados, le veo de lejos, agachado, con la hazada en la mano. Levanto la
mano y él me devuelve el saludo con mesura y templanza, comprendiendo que su
vida sigue siendo lo que era y disfruta pensando que había eludido la libertad,
esa que le había llegado, y no supo que hacer con ella.
J.c.ll.
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