Almas de La Zubia (2)

 El sol se ponía cuando Manuel, extenuado de un largo día de trabajo, llegaba al cortijo para guardar las herramientas y los aperos que durante toda la jornada habían sido sus compañeros en el campo.
 Llevaba trabajando toda su vida el terreno que su padre le había dejado y al mismo tiempo este había heredado de su abuelo. Pronto cumpliría los setenta años y jamás pensó en jubilarse. Esa era su vida y no comprendía otra diferente.
 En la madrugada, a eso de la cuatro, salía para abrir las compuertas que daban paso al agua cantarina y fresca que circulaba por la acequia y daba de beber, con su larga lengua a los terrenos colindantes, en esa extensión de vega que abrazaba la ciudad. Era la hora del riego para algunos agricultores, que llegado su turno, abrían sus caminos con surcos y zanjas para que el agua, límpida y lozana, bañara los sembrados que día a día se esmeraban en cuidar los curtidos labradores como si una parte de su cuerpo se tratara.
    Después del riego, Manuel recorría toda la acequia para cerciorarse que a cada cual le llegaba el caudal necesario y no había ningún obstáculo que cortase el transito al agua. 
     A la vuelta, desayunaba. Café caliente y un bollo, que el cuerpo agradecía como un brebaje mágico y le daba las fuerzas necesarias para empezar la jornada.
     Al despuntar el día, le daba de comer a las gallinas y a los pavos, que alimentaba con monotonía y pasividad, recogiendo los huevos que ha diario, las ponedoras, dejaban en la paja áspera del corral.
      Cuando no había mucha faena, pues estaba todo plantado o recolectado, se dedicaba a la revisión de tractor, que dado el tiempo que tenía, siempre necesitaba de algún repaso o cambio de alguna pieza, y se le veía golpeando las grandes piezas de hierro como el rotavator o la cosechadora de maíz.
      Así transcurría su vida, siempre ligada al trabajo, sin horarios ni días libres.
     Toda esa existencia dedicada a la tierra le había alienado por completo, de tal manera que ya no era nadie sin su trabajo. No tenía nada, pues no sabía hacer otra cosa que no fuera trabajar. Por eso cuando llegó su jubilación se sintió preocupado, pensando que iba a ser de su vida ahora… ¿qué haría todos los días?... ¿a que se dedicaría?... ¿cómo mataría su tiempo?...¿qué sería ahora de él?
     Todavía hoy, cuando paso por el camino estrecho y sin asfaltar, con la acequia rebosante de agua cristalina y fresca que rodea el cortijo y riega todos los cultivos de maíz ya casi a punto de ser cosechados, le veo de lejos, agachado, con la hazada en la mano. Levanto la mano y él me devuelve el saludo con mesura y templanza, comprendiendo que su vida sigue siendo lo que era y disfruta pensando que había eludido la libertad, esa que le había llegado, y no supo que hacer con ella.

                                                           J.c.ll.


Almas de la Zubia (1)

        Sentado en las escalerillas que descienden de la biblioteca, le veo pasar. Sus andares siempre 
veloces y rítmicos, se llegan ha hacer monótonos mientras cruza la plaza.
        Siempre va con su estampita del patrón del pueblo entre sus dedos. Parece como si la llevara en procesión, queriendo sustentarla con sus hombros, sintiendo el peso de su fuerza y de su fe y ofreciéndola a todos los vecinos con una sonrisa dulce y colegial.
        Su atuendo es de lo más curioso. En la cabeza, un sombrero borsalino que es lo que más le caracteriza, camisa siempre de colores vivos y abrochada hasta el último botón, unos tirantes
que con una precisión exquisita se pasean por su pecho y rodean su espalda, como una autopista
recta y sin curvas que se abre camino por la estepa árida y desértica. Los pantalones siempre
ajustados denotan una figura delgada y enjuta, pero a la vez vigorosa y recia al estar siempre 
andando de un sitio a otro y permanecer de pie por largo tiempo. Una cruz de madera  que cuelga
de su cuello con su cordón blanco nácar, culmina su vestimenta.
        Suele parar en las galerías, junto al kiosco de prensa. Contiguo a este, hay un portalito antiguo con las puertas metálicas y varias capas de pintura, donde al final de unas lúgubres escaleras se vislumbra el nombre de San Juan de Dios. Allí, sobre el primer escalón, se queda parado, ocioso, esperando quizás una sonrisa reciproca que infiera sus pensamientos. Su hilaridad interior la transmite de una forma sosegada, lánguida, torpe, que muchos viandantes no llegan a descifrar.
        Si te acercas a él y lo saludas cortésmente, te devuelve el gesto de una manera afable y correcta, ofreciéndote la postalita del santo sin pedir nada a cambio, y en el caso de querer darle algunas monedas, te las rechaza, afirmando que no es limosna lo que pide.
       ¿Dónde se puede encontrar hoy en día un alma tan memorable, tan insigne, tan peculiar y a la vez tan sencilla y cándida?
       Yo intento meterme en su alma, sentir su piel, escuchar por sus oídos y respirar por su boca. Percibir su vocación e intuir su credo es una tarea ardua y espinosa que quizás solo algunas personas puedan llegar a apreciar.
       Quieto, pensativo y absorto en mis pensamientos, le observo, mientras él sigue ahí, en su escalón, ofreciendo la postalita del santo que quizás hoy, al igual que otros muchos días, no llegue a regalar.


                                                                                                                                 J.C.Llamas