El
sol salía cálida y extenuadamente por el cerro dorado, ocultando tras de sí las
sombras
de la madrugada que viajan en oscuro ensueño por las almas del pueblo,
dejando un
rastro de somnolencia y calor.
Despunta el alba entre ocres plomizos y
bermellones cristalinos que dejan un aroma
de virginidad en un día que despunta
febril y henchido, como queriendo saludar una nueva
jornada que promete
tranquila y flemática, sabiendo que nada perturbará el momento plácido
del
amanecer.
El silencio es casi unánime, solo
perturbado por el tañir cantarín de los pájaros.
Mis andares se hacen etéreos, irreales y
me vienen a la cabeza los versos de Juan R. Jiménez:
De noche, el oro
es
plata.
Plata muda el
silencio
de oro de mi
alma.
Estos pasos me llevan por esas
callejuelas que los rayos del sol no se atreven a flanquear pues son pasadizos
estrechos, angostos, íntimos que velan por la tranquilidad y el sosiego de sus
moradores que a estas horas vespertinas sudan aun en letargo sueño.
Callejas
que rodean la parroquia protegiéndola, cobijándola en un halo de armonía y
sinceridad que embriaga la atmósfera matutina.
Entro
en la iglesia. Se percibe esa humedad que siempre golpea nuestra piel cuando
entramos en los templos, penetrando en nuestras almas con un golpeteo de dogma
y Fe.
Los
bancos, en dos hileras perfectas, rezan su propio Credo, acariciando la
pincelada sutil de la luz que penetra por la vidriera que custodia el portón
principal.
El
largo pasillo central parece dilatarse al llegar a las escaleras que se funden
con el tabernáculo. Camino por él, lánguida y tranquilamente. Los altares
laterales vigilan mis pasos haciéndome cerrar los ojos. Al abrirlos, la mirada
ya reposa en el artesonado del techo. Magnifico, suntuoso, envuelve toda la
iglesia preservándola de toda iniquidad exterior.
Y
llego al presbiterio. La imagen de la Virgen turba mis sentidos. Su mirada,
sumida en esa inmensa Fe que traslada su cuerpo y alma al cielo, me hace sentir
un escalofrió que recorre todo mi ser, encogiéndolo por momentos pero que al
instante se tercia como una paz que sosiega mi conciencia.
El
lampadario se torna escueto con apenas algunas velas encendidas que brillan
humildes en el rincón.
A
la izquierda, como asustadizo, el Cristo Crucificado sufre su penitencia en
silencio, acongojado, sintiendo el peso que lleva sobre su ser y debe de expiar
eternamente.
Mis
pasos retroceden con lentitud y admiran el retablo en todo su esplendor, en
toda su magnificencia.
Al
salir por la puerta lateral y encontrarme con el aire cálido de la mañana, mi
corazón palpita alocado, no sé si por la Fe que me ha rodeado con sus brazos
dogmaticos o por la pureza del templo que ha cautivado mi conciencia.
Subo
por la cuesta, alejándome de la iglesia. Mis pasos se tornan ahora más alegres
y decididos. Los balcones visten geranios rojos en macetas vivas que quieren
rejuvenecer la mañana. La calle, empedrada, me envuelve en clamores tenues y
frágiles que cautivan todos mis sentidos haciéndome pensar en lo que he dejado
atrás.
J.C.
Llamas.