Sabedor de todos los entresijos de su
pueblo y omitiendo después del desayuno todo lo referente a la prensa política
y social, quiso bajar a la plaza para poder asistir al preámbulo del amanecer y
deleitarse la vista con los primeros rayos de sol que se filtraban por las
nubes bajas y dejaban un aroma a humedad que las flores ansiaban para su
desarrollo jardinesco.
Sabía que pronto amanecería y que El Puente se llenaría de gente permutada
y bulliciosa que no aclamaban sosiego ni clamor espiritual. Esas masas lo
embargan todo y con su ruido y su furia embaucan y restringen a los que
realmente sienten delectación por su parque.
Bajóse andando, atravesando la calle donde un carro motorizado
descargaba sacos de pan humeantes y olorosamente disfrutables en las mañanas
otoñales de octubre. Algunas mujeres en ropa deportiva. Cafés ya abiertos.
Niños con sus madres prematuramente madrugadores. Camiones de reparto. Quiero
vuestra aura, vuestro aliento, vuestra alma. El conjunto me dará sueños con los
que poder vivir.
Entró en la plaza, despacio, parsimoniosamente contento y le recibió
magnánimamente la Encina. Tiemblo. Sufro por ella. Ella nos ama. Grande y
apoteósica. Nos vigila. Sus brazos nos embelesan.
Se paró a observar las ramas apuntando hacia el cielo que aun no había
dejado despuntar todo el vigor del sol. Siguió por el sendero hasta la fuente y
la vio melancólicamente triste, esperando la mano que accionara el mecanismo
inversor de esa tristeza. ¿A las 8? No. Más tarde. Tardan en llegar.
Cuidadores. Jardineros. Bonito trabajo. Podar. Cercenar. Majadear. No nos damos
cuenta pero todos los días. Vienen.
Se quedo pensativamente cogitabundo ante los pitorros fríos y en reposo
que esperaban el sentir húmedo de la secreción transparente que cantarinamente
alegrara la mañana y decidió que volvería mas tarde a recrearse el aparato
auditivo con el tañido que tanto le cautivaba. Agua. Vida. Descanso. Bancos
vacíos metálicamente pintados rodeaban la fuente. Pronto llenos de vetustos
abuelos en compañía de seniles ancianos, compartiendo anales de sus tiempos. Bastones.
Boinas. Tabaco. Recuerdos. Ellos son el pasado. Nuestro pasado.
Continuó hasta la plazuela, bibliotecadamente cansado, pensando en tomar
asiento en las moles de mármol rígido e impasible que hacían al mismo tiempo de
séquito y cortejo a la escalinata que recibía a lectores y contertulios que a
diario acudían culturalmente a las salas cálidas y entrañables y que a esa
horas ni siquiera un hálito de erudición salía por las vidriosas puertas. A
media tarde. Llena. Niños. Periódicos. Lecturas interiores. Bachilleres.
Barullo de libros que emana olor a hojas prensadas y amarillentas que manos
ávidas se empeñan en pasar y pasar engullendo letras de una manera
espasmódicamente literaria. Algunos solo revistas. Otros compañía. Silenciosa
por supuesto. El silencio amigo de todos. Berta guardiana. Bata blanca.
Títulos. Autores. Se los sabe todos. Casi. Siempre entre libros.
Bajó las escaleras y sus pies se pasearon por frases poéticamente
ilustres, sintiendo que las letras se evaporaban buscando almas a las que llenar.
Almas encontradas de anaqueles y libros.
El sol ya ha salido y siento sus rayos penetrantemente cálidos. Me
siento. Piedra fría. Mármol.
Algunos niños corren ya por el parque camino del colegio. Sentir que
comienza el día y El Puente es testigo de la vida que corre, que pasa enérgica
y veloz. Como una exhalación, un suspiro. Pero él sigue ahí, impasible,
aplomado, disfrutando de los suyos, de su gente que diariamente dejan sus
huellas en su tierra pajiza y pálida. Puente. El. Antaño. Hoy no. Solo
recuerdos. Hoy disfrutaremos de ti. Hoy sigues siendo tú. El Puente.
J.C. LLamas
J.C. LLamas