El retorno
al pueblo después de las vacaciones, me produce emociones tan nuevas pero tan
cercanas, que siento como si el regreso se tornara en una vivencia primeriza,
neófita, pero con la experiencia que dan los años ya vividos en él. Como un
niño a la vuelta del cole, sabiendo que ya tiene un año más y ha ganado pericia,
aplomo y confianza, pero al mismo tiempo se torna con miedo de los cambios que
se pueden haber producido y las experiencias que tienen que llegar.
Entrando en el pueblo, me agrada ver el
mirador, en su mismo sitio, impoluto al paso del tiempo y entre las luces y las
sombras que provoca el sol mañanero, imagino a la Reina Isabel rogando a San
Luis rodeada de la frondosa arboleda que la envuelve y cobija.
La vista continua, lenta, flemática,
deleitándose con cada esquina, en cada hueco en el que poder encontrar el aroma
característico de la villa.
Entonces, majestuosa, aparece la Iglesia
de La Asunción, blanca, límpida, pétrea, con su campanario que nos da la
bienvenida y nos acoge como un padre a un hijo pródigo que ha estado ausente
largo tiempo. Mustia y melancólica, la parroquia espera con anhelo la llegada
de los domingos de invierno, donde los niños del coro deleitan con sus voces a
los ángeles que custodian el magnífico retablo que enmarca el altar.
Llego al centro neurálgico del pueblo y me
vuelvo a cautivar al ver su gran parque, lleno de vida y esencia, transitado
por gente de cualquier edad que disfrutan de su milenaria Encina que ha sido
testigo de innumerables anécdotas y ha protegido a sus vecinos como una loba lo
hace con sus cachorros.
Todo vuelve a la normalidad. Los
comerciantes retornan a abrir sus persianas esperando la llegada de sus
clientes para rememorar esos días de asueto y descanso con la alegría de saber que todos volvemos a
nuestros quehaceres.
Al desviarme de la avenida principal y
adentrarme en el laberinto de calles estrechas que llenan mi pueblo, vuelvo a
gozar de las casitas que visten las calles, de sus árboles frutales que
sobresalen de sus tejados, de sus fuentes cantarinas, que como campanillas,
tañen uniformemente y llenan de música los patios que los vecinos nos muestran
orgullosos.
Entonces vuelvo a sentir
añoranza, evocación de lo que dejé en La Zubia antes del verano y al mismo
tiempo vigor, ánimo y frescura para seguir descubriéndolo, desnudándolo y
revelando todos sus secretos.
J.C.LLamas.